“Las nociones del Bien y del Mal, justicia e injusticia, no tienen lugar en la guerra”.
Thomas Hobbes
Guerra Civil.
Ni revolución.
Ni revuelta.
Ni insurrección.
Ni sublevación.
Ni motín.
Ni sedición.
Guerra ci-vil. Holger Hoock no tiene dudas al calificar lo que conocemos como Revolución Americana o Guerra de la Independencia. Lo afirma con la seguridad de alguien que lleva años navegando entre fuentes británicas y americanas. Con la neutralidad de haber nacido alemán. Y con el propósito, ambicioso, de luchar contra un discurso propagandístico que comenzó en el mismo instante en el que unos fardos de té se hundieron en el puerto de Boston. O incluso antes.
Hoock es un buen narrador. Tiene ese don que hace que leer divulgación histórica sea un placer. Procesa una ingente cantidad de datos y testimonios para devolver, al igual que una engrasada máquina, una prosa fluida y agradable sin salirse de los límites del rigor académico. Laureles que comparte, sin duda, con el traductor Joaquín Mejía.
Uno de los grandes aciertos del libro radica en su estructura. Cada capítulo aborda un aspecto del conflicto siguiendo un sensible orden cronológico, pero flexibilizando los tiempos para dejar cerrado cada tema. En el séptimo capitulo, por ejemplo, se abordan los presidios de ambos bandos, tras comprender las necesidades que los combates están produciendo. Se inserta con naturalidad en la narrativa y nos presenta una visión global del drama de los prisioneros hasta el final de la guerra.
El propio patrón de cada sección es un acierto didáctico. Habitualmente se comienza por lo particular: un testimonio, una pequeña escena, un diario, etc., para luego pasar a lo general, aportando datos, estadísticas y estudios. Estos, a la postre, son analizados y transformados en las conclusiones del autor, algo que ningún divulgador histórico debería olvidar en sus estudios: las interpretaciones pueden ser correctas o erróneas, reevaluables o controvertidas, pero constituyen la verdadera esencia del historiador. La mera recopilación y ordenación de fuentes es un trabajo administrativo. Como broche de oro al final de cada capítulo, el autor nos regala una recapitulación brillante. Hoock no solo es un buen historiador: también es un gran profesor.
El libro comienza flojo, con una retahíla de pequeños agravios contra el bando lealista al inicio de la guerra. Sin embargo, a medida que el lector se adentra en el relato las dudas se disipan: Hoock vuelve a ir de lo particular a lo general. Es así como comprendemos que toda una violencia institucionalizada e intolerante hacia los americanos leales al rey Jorge comienza a manifestarse con el rechazo social, el miedo o el cierre de negocios, desembocando en emplumamientos, linchamientos y asesinatos. La descripción de esta ominosa transición del ambiente violento en una sociedad, hasta entonces cohesionada, es fácilmente identificable en otros momentos históricos, algunos muy cercanos, puesto que en esencia no deja de explicar una faceta humana básica: la necesidad de pertenencia al grupo y el miedo al diferente. Es por ello que desde el primer momento Hoock desmiente ese bulo, iniciado por los propios Padres Fundadores, de revolución “pacífica”: 8 largos años de infamias y sufrimientos, la primera guerra civil estadounidense y la más larga de ese país aún por crear, esperaban.
Los raids de la marina británica sobre puertos como Falmouth o Norfolk sirvieron de combustible propagandístico a los rebeldes, en un conflicto en el que ganar batallas decidía poco si no conllevaba la simpatía de la población local. Un estudio detallado de aquellos acontecimientos, no obstante, constata la implicación de las milicias americanas en retirada en la destrucción y pillaje de las poblaciones. Sin embargo, los excesos del acantonamiento británico en Nueva Jersey no se esconden, aunque se ponderan en una visión más realista que la que los inflamados periódicos rebeldes proclamaban. Lo mismo ocurre con los terribles buques prisión anclados en Nueva York o Londres, donde soldados y marinos estadounidenses se pudrían en estado deplorable, y que contribuyeron a inflar la narración victimista patriota.
La entrada en guerra a favor de los rebeldes de Francia, España y Holanda dotó de una nueva dimensión a la violencia del conflicto: milicias locales de ambos bandos, conocedoras del terreno y animadas por viejas rencillas, comenzaron a lanzar incursiones de saqueo, robo y ajuste de cuentas. El río Delaware se convirtió un frente estable, pero permeable a estas razias crueles entre americanos, hasta hace pocos meses vecinos, que se conocían por nombre y apellidos.
Llegamos así a 1779, el año infame. De entre los muchos epítetos que tiene George Washington, sobresale uno disonante: Conotocaurius, “Destructor de Pueblos” en iroqués. En ese año, el que sería el flamante primer presidente de los Estados Unidos de América ordenó la destrucción sistemática de los pueblos iroqueses situados al oeste de las últimas granjas de colonos del territorio de Nueva York. Escudándose en su alianza con los ingleses, el ejército de Washington ejecutó un genocidio meticuloso de la población civil indígena, sin apenas relevancia militar. La Convención preparaba ya la posguerra y la ulterior expansión hacia el Pacífico, y el conflicto con los ingleses y los lealistas fue la excusa perfecta para eliminar incómodas comunidades nativo-americanas. Curioso bipolarismo geográfico: los patriotas eran antiimperialistas cuando miraban al este, pero colonialistas invasivos cuando miraban al oeste.
La “americanización” de la guerra pretendida por el gobierno británico condujo a la emancipación de esclavos en Virginia y las Carolinas (Proclamación de Dunmore), y a la formación de unidades mixtas junto con los lealistas americanos. Harry Washington, esclavo negro del jefe del Ejército Continental, fue uno de los que escaparon de la plantación de su amo y se unió a las filas británicas. La población negra sufrió mayores cotas de racismo y represión a cargo de los dueños de plantaciones, sin contar los brutales asesinatos de represalia cuando se capturaba a un esclavo fugado que había prestado servicio a los ingleses. Harry, el esclavo huido de Washington, no lograría ver el final de la guerra.
En definitiva, Hoock pinta un abrumador cuadro acerca de la violencia de cualquier guerra civil. La retórica patriota es sistemáticamente confrontada con datos históricos. Los excesos de ambos bandos son analizados y los testimonios contrastados. Además, se proporcionan innumerables detalles jugosos, como la relevancia del hijo de Benjamin Franklin, William, como líder de la facción lealista tras romper con su padre, terminando sus días exiliado en Gran Bretaña. Hermanos contra hermanos, padres contra hijos: ingredientes que tristemente identificamos, y que gracias a la magistral pluma de Holger Hoock podemos ahora particularizar para la contienda que enfrentó a patriotas americanos contra lealistas y británicos. Este libro sirve para comprender mejor el nacimiento de los Estados Unidos, contradictorio y manchado de sangre, sin caer en la elaborada mitificación romántica que se construyó con posterioridad.
Un último detalle esperanzador tras tan perturbadora lectura. Durante la expedición de castigo contra los iroqueses y sénecas de 1779 se ordenó erradicar y destruir cualquier alimento o cosecha que los indígenas pudiesen usar como sustento durante el invierno. Sin embargo, algunos milicianos patriotas se negaron a talar los árboles frutales. Debido a los años de cuidado que necesitan para dar frutos, quizás intuyeron que los iban a necesitar cuando ocupasen esas tierras expoliadas.
O quizás, como granjeros conocedores del medio natural y sus ciclos, algo en su interior les impidió hacerlo.