«Roma valía ya menos que un oscuro reino bárbaro levantado sobre sus ruinas».
En el año 473 después de Cristo el generalísimo del Imperio de Occidente, el bárbaro Gundebaldo, despreció su cargo como máxima autoridad militar de Roma por marchar a la Galia e intentar coronarse como rey de los burgundios, a los que pertenecía.
Este es el ocaso más triste que José Soto Chica nos reserva en su último ensayo histórico, El Águila y los Cuervos. Uno podría esperar, como final climático de un imperio de siglos de antigüedad, un brutal saqueo de ecos troyanos. Una batalla épica y crepuscular a las puertas de la ciudad no-tan-eterna. O un terrible castigo divino en forma de epidemia para atormentar a su sociedad decadente, soberbia y egoísta. Pero no. Nada de eso.
Roma finaliza sus días con el desinterés y desprecio de un cuasi-anónimo bárbaro mediocre para el cual ya nada vale, o representa. La antaño todopoderosa águila abandona el hilo cronológico humillada, con leve desdén de Átropos, la parca de aborrecibles tijeras que clausura su brutal y fascinante viaje histórico.
La historia de la Caída de Roma constituye una historia en sí misma. Durante décadas, siglos, los historiadores han debatido acaloradamente sobre unos hechos difíciles de digerir: el desmoronamiento del Imperio más poderoso que había visto la Tierra desde su creación.
El guiso historiográfico fue enriqueciéndose con nuevos ingredientes: de unos factores externos basados en las invasiones de los pueblos bárbaros se pasó a apuntar a la implosión interna. De los factores agrícolas y económicos se derivó hacia el estudio concienzudo de las alteraciones climáticas. La incapacidad individual de los dirigentes romanos se complementó con estudios sobre la lucha de clases en la sociedad romana de los siglos IV y V. Cada autor posterior ha debido integrar las nuevas investigaciones a sus interpretaciones, cocinando los ingredientes en porcentajes diversos y usando diferentes técnicas culinarias. ¿Existe, pues, espacio para una nueva perspectiva a la eterna pregunta sobre por qué sucumbió el Imperio Romano?
Sí. Al menos lo hay para un historiador con el talento narrativo de José Soto Chica, que con honestidad y mesura nos presenta el fruto de años de investigación. Mal libro para sacar titulares efectistas y alimentar la prensa sensacionalista, puesto que los motivos de la caída del Imperio de Occidente son múltiples y complejos. Sus 500 páginas son necesarias, cuando no escasas, para contar un apasionante periplo de más de un siglo en el que Roma, como ese veterano y abnegado boxeador del cuento de Jack London, encaja cada debacle con inusitada resiliencia, recomponiendo sus pies de nuevo y preparándose para un nuevo embate.
La obra comienza con un exhaustivo y profundo análisis de las fortalezas y debilidades del Imperio Romano en el siglo IV, desmontando la preconcepción de un estado en continua y persistente decadencia. Los ejércitos romanos bien comandados seguían siendo imbatibles en el campo de batalla. Su inmensa magnitud podía absorber cualquier presión climática. Sus mecanismos impositivos, así como los administrativos, seguían engrasados y funcionales. No se trataba ya de la Roma del apogeo de los «emperadores hispanos», cierto, pero sin duda seguía siendo el estado hegemónico del planeta.
¿Entonces cómo se explica el desplome de la pars occidentails, y no de su hermana oriental? Una serie de pequeñas pero continuas decisiones erróneas llevará a que Roma termine ninguneada por un triste caudillo bárbaro y que Constantinopla, por el contrario, disfrute de un milenio más de vida.
Analizando datos como la proporción de caballería en los ejércitos del limes o las rentas de ambos imperios, así como el ascenso hacia el poder de los generalísimos que terminaban tutelando a los augustos, Soto Chica va enhebrando una serie de pequeñas puntadas que contribuyen a sellar ese ataúd que se clausura definitivamente en el 476 d.C..
Sobresaliendo por encima de todas ellas destaca la miríada de conflictos civiles y la serie casi cómica de usurpadores al púrpura. Un auténtico y despiadado juego de tronos en el que tanto bárbaros como patricios estarán atentos tan solo a su beneficio inmediato, desentendiéndose de los viejos y obsoletos principios catonianos.
Porque a diferencia de los prejuicios históricos habituales no hablamos ya de dos mundos, el barbaricum y la civilización romana, enfrentados en una pugna ragnarokiana, sino de un único mundo hibridado tras siglos de intercambios en el limes, con personajes tan ricos y complejos como Egido, galorromano que ostentó a la vez los títulos de magister militum de Roma y rey de una facción de los francos. O Flavio Orestes, padre del último Emperador de Occidente, romano de orígenes germanos y miembro de la corte de Atila en su juventud.
De la estrella del vándalo Genserico al continuo goteo de los efectivos romanos -nos los encontramos rondando los 400.000 hombres en el siglo IV para terminar con minúsculas bandas de unos 15.000 hacia los tres cuartos del V-, de las conjuras palaciegas de Gala Placidia a las injerencias de Constantinopla, o de las esperanzadoras reformas a cargo de hombres capaces a la ineptitud suicida de emperadores menguados, el relato de los últimos años de Roma es apasionante a cada paso, clavándote al sillón y jugando con tus emociones en un carrusel histórico que solo la diestra pluma de Soto Chica podía desenmadejar.
«También en Roma mueren los hombres», que dijo el príncipe persa Ormisda.
«Todo fluye, nada permanece», que sentenciaría Heráclito.
Ni siquiera Roma. La Historia, como magistralmente nos recuerda José Soto Chica en este libro, es continua transformación.